La pequeña ventana dejaba entrar la suficiente luz
como para poder reconocer lo que se encontraba en el interior de la estancia y
poder andar sin tropezarte, aunque no había muchas cosas. No poseía más que una
cama pequeña y un escritorio donde realizaba algunos papeleos y escribía de vez
en cuando, si el trabajo se lo permitía. Al lado de éste, había una cruz de
madera, donde se encontraba una prenda de cuero y unos pantalones cortos de
tela anaranjada. Al otro lado, un reposador horizontal de madera, más cuidada y enbellecida con aceites, donde Íkarus dejó descansar su katana, junto a sus dos cuchillos.
Suspiró y se dispuso a acomodarse. Se quitó la
camisa y la colocó encima de la cruz de madera, dejando ver un cuerpo delgado
pero musculoso, con varias cicatrices por la espalda y una que llamaba más la
atención, la sombra de una herida profunda, en el pectoral izquierdo. Se desató
las muñequeras que ocultaban las agujas envenenadas y las puso en el
escritorio, junto con un cuento a medio escribir que nunca supo cómo terminarlo.
Se quitó también las botas y se recogió el pelo con un trozo de tela elástica. Y
fue entonces cuando se giró hacia la pared del fondo; fue entonces cuando sus
músculos se tensaron y por un instante dejó de respirar.
Todas las cosas del cuarto se encontraban juntas en
una parte de éste. En aquella pared, no obstante, solo había una mesa. Una mesa
baja, sin cajones, con un baúl de tamaño mediano encima. No había nada más,
sólo un cojín en el suelo, frente a ella. Decidido, se dirigió hacia la mesa,
se arrodilló encima del cojín y comenzó a preparar todo. Sacó del baúl una
bolsa que contenía unas cuantas hojas de color marrón oscuro, muy finas y
cortadas en forma rectangular. Del bolsillo del pantalón sacó la bolsa que le
había dado anteriormente Tokaya, la cual contenía esta vez unas hierbas muy
picadas. Abrió la primera bolsa y sacó una de las hojas, colocándola
ceremonialmente ante él. Sacó un poco de la plasta que habían formado las
hierbas, pues eran muy pegajosas y formaban una masa moldeable, y de nuevo con
cuidado las repartió por toda la hoja. La cerró y apretó por toda la superficie
para que el interior quedara bien presionado. Cerró los extremos vacíos
enrollándolos y cortó la parte de la hoja que había quedado sobresaliente.
Cuando hubo terminado, lo colocó en un extremo de la mesa y se quedó
observándolo durante un corto espacio de tiempo. Se había relajado con aquel
ritual, y se había serenado de cuerpo y espíritu. Y sonrió.
-Vaya día,
¿eh?
Aquellas palabras sonaron altas y claras como el
agua, con una profundidad que encogía él corazón. Habían sido entonadas
melódicamente, con un ritmo peculiar y suave, casi cantadas, por una voz gentil
y agradable que sólo con ellas llenó de súbito toda la estancia; casi se podía
tocar. Una voz femenina.
Íkarus no se inmutó. Cogió las dos bolsas y comenzó
de nuevo el proceso, muy calmado. Incluso se sentía bien.
-Qué te pasa, ¿estás enfadado conmigo?
Tiempo atrás, aquella voz le encogía el corazón cada
vez que la escuchaba, le hacía perder toda noción del mundo real, sentía que el
mundo estaba vivo, que los colores eran más brillantes. Perdía todo control de
sí mismo; aquella voz le desnudaba y le dejaba sin palabras, sin saber cómo
reaccionar. Le hacía sentir feliz. Siempre le había molestado esa sensación y
se enfadaba consigo mismo, pero habría hecho cualquier cosa por escucharla
todos los días durante el resto de su vida. Cualquier cosa.
De nuevo no se inmutó. Siguió trabajando
meticulosamente sin volver la vista ni mirar a su interlocutora.
-No has aparecido en todo el día. –Dijo simplemente, sin dejar de realizar su ritual.
La voz le respondió con una risilla cómplice. Íkarus
se prohibió sonreír.
-Pero he
estado ahí, a tu lado.
-Lo sé.